Discurso de Hitler en la sesión sobre la cultura en el congreso del partido
Nuremberg 1935
Cuando el 27 de febrero de 1933 el fuego, alzándose sobre la cúpula del Reichstag, comenzó a teñir el cielo de rojo, fue como si es destino se hubiera servido de los incendiarios comunistas par mostrar, una vez más a la nación, la grandeza del monumento histórico con una gigantesca antorcha. Amenazante, se cernía sobre el Reich la sombra de la recentísima sublevación bolchevique. Una de las mayores catástrofes sociales y económicas amenazaba con aniquilar Alemania. Faltaba todo fundamento de vida colectiva. Repetidas veces los avatares de la historia nos habían exigido a muchos ser valientes, en la Gran Guerra primero, luego durante la larga lucha por el movimiento y contra los enemigos de la Nación. Con todo, qué suponía toda esta valentía, este compromiso vital frente al que ahora nos exigía asumir de inmediato –pues a nosotros se dirigía la llamada de la jefatura del Reich y, por lo tanto, la responsabilidad del ser o no de nuestro pueblo. Qué gravoso fue en aquellos meses adoptar las disposiciones que tal vez habrían podido evitar la catástrofe, más gravoso todavía en cuanto que había que parar y rechazar la última embestida de los destructores de la Nación.
Fue una lucha verdaderamente furibunda contra todos los elementos y las manifestaciones de la ruina alemana en el interior y contra los enemigos que la deseaban en el exterior.
Un día se observará con asombro que, en el mismo periodo en que el Nacionalsocialismo y su jefatura mantenían una lucha heroica por la existencia o la no-existencia, por la vida y por la muerte, al arte alemán se le proporcionaron los primeros impulsos para su reanimación y resurrección, al tiempo que los partidos eran abolidos, la resistencia de los Länder aplastada y la soberanía del Reich firmemente establecida como única y exclusiva. Mientras el centro y el marxismo, perseguidos y derrotados, estaban llamados a la extinción, mientras los sindicatos marxistas eran eliminados y los conceptos y las ideas nacionalsocialistas pasaban repentinamente del mundo de los proyectos fantásticos a la fase de realización, todavía quedaba tiempo; no obstante, para poner los cimientos del nuevo templo de la diosa del arte. Una revolución engendra un Estado y a la vez se esfuerza por hacer germinar una nueva cultura. ¡Y no, ciertamente, en sentido negativo! Ya que, una vez ajustadas cuentas con los criminales de la cultura, no tendremos que seguir por más tiempo litigando con estos pervertidores de nuestro arte. Desde hace mucho tiempo la decisión era irrevocable:
Nunca nos dejaremos envolver en discusiones sin fin con hombres que -a juzgar por sus obras- eran o locos o estafadores. Si, siempre habíamos visto en la mayor parte de las maniobras llevadas a cabo por los cabecillas de estos Eróstratos de la cultura, sólo acciones criminales.
Todo conflicto personal con ellos debía, por tanto, llevarles inevitablemente a la cárcel o al manicomio, según que creyesen realmente - siguiendo su pervertida fantasía - en esas experiencias interiores o que produjeran estas obras como enfermizo homenaje a una no menos enfermiza tendencia.
Sin tener en cuenta a esos literatos judeo-marxistas que vislumbran que eso que llaman "actividad cultural" es un poderoso medio para llevar la inseguridad y la inestabilidad a las naciones civilizadas, y en este sentido hacen uso de ella. Pero más firme todavía era nuestra decisión de asegurar en el nuevo Estado una activa promoción y un positivo desarrollo de las tareas culturales. E igualmente firme era nuestra decisión de no dejar participar, a ningún precio, en este renacimiento cultural a los charlatanes de la experiencia y de la objetividad dadaísta-cubista. Esta es la conclusión más relevante que debemos extraer del reconocimiento de esta especie de disolución cultural que nos rodea, y esta decisión debe ser tanto más irrevocable cuanto que no sólo tenemos que corregir y compensar un fenómeno de descomposición, sino que debemos también dar al primer Estado nacional, genuinamente alemán, el rostro cultural para los siglos venideros.
No es de extrañar que en estos tiempos y contra esta empresa surjan dos objeciones que, por lo demás, también en el pasado acompañaron siempre a todas las producciones culturales. No voy a ocuparme de las observaciones de esos hipócritas que, aún reconociendo la intrínseca importancia y la eficacia de nuestras concepciones culturales, a causa de su insuperable odio al pueblo alemán y a su futuro, no desperdician ocasión para intervenir negativamente con objeciones, dudas o acusaciones. En realidad, su rechazo de nuestra acción constituye nuestra mejor tarjeta de visita. Sólo me ocuparé‚ de aquellas objeciones que tan fácilmente manifiestan gentes de pocas luces, incluso a menudo de buena fe.
La primera:
¿Es precisamente éste el momento, ante los graves problemas políticos y económicos que nos abruman, de ocuparnos de cuestiones culturales y artísticas, que en otras circunstancias o en otros siglos eran tal vez importantes pero que hoy no son ni necesarios ni urgentes?
¿No es más importante en estos momentos el trabajo práctico que ocuparse de arte, teatro, música, cosas quizás bellísimas pero no de importancia vital? ¿Es justo realizar construcciones monumentales en vez de limitarse, en una actitud de positivo realismo, a las tareas inmediatas más materiales?
Y la segunda objeción: ¿Podemos permitirnos hoy hacer sacrificios por el arte en una época en la que a nuestro alrededor vemos pobreza, indigencia, miseria y aflicción? ¿No es tal vez el arte, en última instancia, un lujo para pocos en vez de un aliento para todos?
Considero oportuno examinar y responder, brevemente, pero de una vez por todas, a estas objeciones.
Es conveniente, o mejor oportuno, que el interés público se ocupe hoy de cuestiones artísticas, pues en caso contrario, ¡¿ sería honrado olvidarse ahora para dedicarse un buen día, quizás muy pronto, superados ya las dificultades políticas y económicas, a estos problemas?! A este propósito conviene aclarar:
El arte no es un fenómeno de la existencia humana que, según las necesidades, se pueda asumir, licenciar o jubilar a placer. La capacidad cultural de un pueblo es, sin duda, algo que fundamentalmente existe. Pertenece a ese conjunto de valores y disposiciones de un pueblo que son connaturales a la raza.
El desarrollo funcional de estas potencialidades en relaciones creativas y duraderas se lleva a cabo según la misma ley de desarrollo y esfuerzo constante que preside cualquier otra actividad humana. Al igual que no se puede, durante un cierto período, suspender en un pueblo la práctica y el estudio de las matemáticas o de la física sin acusar un retraso en relación con el progreso habido en el resto del mundo, del mismo modo no se puede suspender, durante un cierto periodo, la actividad cultural sin que se produzca inevitablemente un general retroceso cultural y finalmente la disgregación. Es imposible, por ejemplo, clausurar durante un período más o menos amplio - esto es, transitoriamente la creación artística más original que el teatro nos ha brindado después del teatro de la antigüedad, es decir, la ópera, y después reanudarla con el viejo esplendor. No sólo porque ya no existirían a nivel artístico las premisas personales para la ejecución de la obra de arte. No, pues también la capacidad receptiva del público requiere un cuidado y una educación constantes, exactamente igual que el artista que debe salir a escena. Y esto es válido para el arte en general.
Ninguna época puede permitirse el lujo de prescindir del empeño de cultivar el arte. Si así lo hiciera, perdería no sólo la capacidad para la creación artística, sino también para la comprensión y la experiencia del arte. Pues ambas aptitudes están unidas por lazos indisolubles.
El artista creador realiza y ennoblece con su obra la capacidad receptiva de la Nación, del mismo modo que, a su vez, el sentimiento artístico así desarrollado y alimentado proporciona el más fértil terreno y la premisa para el nacimiento, el desarrollo y fortalecimiento de nuevas fuerzas creativas.
Si, por el contrario, la actividad cultural no es anulada por un tiempo más o menos largo, no sufrirá después daños gravísimos e irrecuperables. Una recesión de este tipo se debe evitar a toda costa tanto más cuanto que la angustia política y económica general de una época exige de forma imperiosa un esfuerzo de la cohesión interna de una nación. Es vital comprender bien este punto. Las grandes creaciones culturales de la humanidad fueron, en todos los tiempos, las más altas creaciones de la vida colectiva. De manera objetiva o puramente espiritual, siempre se halla contenida en ellas la fuerza, íntima y esencial, de un pueblo. Pero jamás es tan necesario que un pueblo alcance esta inmensa fuerza de su profunda y eterna naturaleza, como cuando las preocupaciones políticas y económicas amenazan con comprometer la fe en sus más altos valores y, por tanto, en su destino. Precisamente cuando los espíritus débiles, acosados por el dolor y las preocupaciones, pierden la fe en la grandeza y en el futuro de su pueblo, precisamente entonces hay que devolverles la seguridad mostrándoles los testimonios - y ninguna miseria política o económica puede ocultarlos - del más alto valor, interior y por ello insuperable, del pueblo. Cuanto más se ignoren, sofoquen o, simplemente, discutan las exigencias vitales de una nación, tanto más importante es conferir a estas exigencias naturales el carácter de derecho primordial que sea la demostración de los más altos valores de un pueblo que, como enseña la experiencia histórica, constituyen, incluso transcurridos milenios, el testimonio indestructible no sólo de su grandeza, sino también de su derecho a la vida en el plano moral.
Por ello, si los últimos testimonios vivos de un pueblo desventurado callaran, comenzarían a hablar las piedras. Puede decirse que la historia no conoce pueblo digno de mención que no haya erigido su propio monumento a sus propios valores culturales. Por el contrario, los pueblos extranjeros destructores de estas creaciones, que continúan sobreviviendo en los despojos, logran sólo obtener el mísero reconocimiento de su pura existencia.
¿Qué serían los egipcios sin sus pirámides y sus templos, sin los ornamentos de su existencia humana, qué serían los griegos sin Atenas y la Acrópolis, Roma sin sus edificios, nuestra estirpe germánica de emperadores sin las catedrales y los palacios imperiales, y el Medioevo sin municipios, palacios de las corporaciones, etc., o también las religiones sin iglesias o monasterios? Si una vez existió un pueblo de los Maya nunca lo sabremos o lo consideraremos un hecho insignificante si, con gran asombro del mundo actual, las poderosas ruinas de las ciudades de esos pueblos fabulosos no continuaran despertando la atención y atrayendo y concentrando en tomo a ellas el interés de la investigación humana. No, ¡ningún pueblo sobrevive a los documentos de su propia cultura!
Pero si el arte y sus producciones se caracterizan por una eficacia tan poderosa y estable, inaccesible a cualquier otra actividad humana, resulta de todo punto necesario cultivarlo cuando las condiciones generales políticas y económicas desfavorables oprimen y convulsionan una época. Porque nada contribuye más eficazmente a hacer consciente a un pueblo del hecho que el sufrimiento humano y político del momento es transitorio respecto a la imparable fuerza creativa y por tanto a la grandeza e importancia de una nación. Esta conciencia puede entonces infundirle el más agradable consuelo, en cuanto que lo eleva por encima de la pequeñez del momento presente y de la carencia de valores de sus perseguidores. E incluso cuando es vencido, un pueblo tal todavía se yergue a posteriori ante la historia en gracia a sus inmortales creaciones como verdadero triunfador del adversario.
De cualquier forma, la objeción de que sólo una pequeña parte de un pueblo estaría interesada en ello, porque es la única en disposición de comprender y vivir el fenómeno, es falsa. Otro tanto se podría afirmar de cualquier otra función de la vida de un pueblo, en cuanto que la totalidad no participa en ella directamente.
¿O es que tal vez cualquiera se atrevería a afirmar que la masa de una nación toma parte directamente en las más altas realizaciones de la química, o la física y en general de todas las demás manifestaciones superiores de la vida y en las ciencias del espíritu? Yo, en cambio, estoy convencido de que el arte precisamente porque es la reproducción más pura y más directa de la vida espiritual de un pueblo, ejerce inconsciente y difusamente una grandísima y directa influencia sobre la masa de un pueblo, siempre a condición de que trace una imagen real de la vida espiritual y de las características innatas de un pueblo, y no su caricatura.
Este hecho proporciona todavía un punto de apoyo muy sólido para enjuiciar la validez o la no-validez de un arte. El juicio severo, tal vez despiadado sobre todo el movimiento del arte abstracto de las últimas décadas, hay, sin duda, que atribuirlo al hecho de que el pueblo en su inmensa mayoría no sólo apartaba la mirada de este arte, sino que a la postre no manifestaba ningún tipo de interés por esta especie cultural judeo-bolchevique. Los únicos admiradores más o menos de buena fe, de estas boberías eran, en definitiva, los propios fabricantes. En tales circunstancias se comprende que el círculo de personas que en el interior de una nación se interesan por el arte es extremadamente limitado, comprendiendo a los deficientes, es decir, degenerados, que gracias a Dios son todavía minoría, y a las fuerzas interesadas en la destrucción de la nación. Así pues, si hacemos abstracción de una actividad de este tipo, que en verdad no puede nunca ser considerada como arte, sino más bien como demencia cultural, el arte en sus innumerables manifestaciones es tanto más a favor de la totalidad de una nación cuanto más se eleva por encima de los intereses particulares hacia la superior dignidad general. Y lo que se dice para el arte es también válido para todas las demás creaciones eminentes del hombre. Tanto en la teoría como en la práctica se da una serie infinita de niveles.
¡Feliz aquella nación cuyo arte es tan excelso que permite todavía al particular el presentimiento de una última satisfacción!
Así como entre los artistas sólo pocos alcanzan el vértice de la creación humana, del mismo modo también la comprensión última no es uniformemente accesible a todos. No obstante, el camino hacia esta cima llena siempre a todo hombre no importa a qué nivel llegue su comprensión de una profunda, íntima satisfacción.
Si el movimiento nacionalsocialista quiere realmente lograr una importancia revolucionaria, debe emplear todos los medios a su alcance para transformar, mediante su producción cultural y creativa, esta presunción en una justificada aspiración. Debe llevar al pueblo al convencimiento de la misión general y particular que corresponde respectivamente al propio pueblo y al movimiento que lo dirige, mediante la demostración de las dotes culturales más elevadas y de su manifiesta influencia. De esta forma no hará sino aligerar la propia tarea y la propia lucha, en cuanto que, gracias a la profunda influencia ejercida en todo momento por las grandes creaciones culturales, y en particular por las inherentes a la arquitectura, facilitar la comprensión por parte del pueblo de sus grandiosas concepciones.
Quien quiere educar a un pueblo en el orgullo debe también proporcionarle motivos evidentes de orgullo.
El trabajo y los sacrificios para la construcción del Partenón fueron extraordinarios, pero el orgullo del mundo griego por esta obra fue duradero y la admiración de sus contemporáneos y de la posterioridad algo que probablemente nunca se extinguirá. Por ello, todos debemos estar penetrados por una única esperanza: que la providencia quiera hacemos el don de grandes maestros que puedan convertir en notas musicales e inmortalizar en piedra nuestro espíritu. Ahora más que nunca es cierto el amargo dicho “Muchos se creen llamados, pero son pocos los elegidos”
Más aún. De igual modo que estamos convencidos de haber dado una correcta expresión política a la esencia y a la voluntad vital de nuestro pueblo, así también creemos en nuestra capacidad de reconocer y, por tanto, de evidenciar el correspondiente aspecto cultural. Nosotros descubriremos y favoreceremos a aquellos artistas que sean capaces de imprimir al Estado del pueblo alemán en cuanto Estado proyectado en la eternidad la impronta cultural de la raza germánica.
Pasemos a la segunda objeción de que en un período de graves dificultades materiales es mejor renunciar a la actividad artística, puesto que en definitiva sería únicamente un lujo bello y oportuno solo cuando en los otros terrenos las cosas marchan bien. Un lujo a rechazar hasta que las necesidades materiales estén completamente satisfechas. Pues bien, a esta objeción respondemos que el propio estado de necesidad es el eterno compañero. de la actividad creativa
¿Quién puede atreverse a afirmar honradamente que en cualquier época de gran desarrollo artístico, la indigencia material no haya estado presente? ¿Cree alguien tal vez que en la época de la construcción de las pirámides egipcias o en la de la creación de las espléndidas construcciones babilónicas, esos pueblos no conocieron la indigencia? ¿Acaso esta objeción no ha sido ya esgrimida frente a todas las grandes empresas culturales de la humanidad y frente a todos los creadores de cultura? Esta objeción se refuta simplemente formulando una ulterior pregunta: ¿quizás cree alguien que no habría habido miseria si los griegos no hubieran construido la Acrópolis? ¿O se piensa que los hombres no habrían padecido miseria en el Medioevo si no se hubieran erigido catedrales? 0, utilizando un ejemplo más cercano a nosotros, cuando Luis I hizo de Munich una capital del arte, contra los gastos que ello comportó se promovieron exactamente las mismas objeciones. ¿Sólo a partir de entonces, desde que Luis I inició la construcción de esos grandes edificios, hubo pobres y necesitados en Baviera? Y para comprenderlo todavía mejor, lleguemos hasta nuestros días: el Nacional Socialismo se apresta a embellecer a Alemania con grandiosas creaciones culturales en todos los terrenos. ¿Debemos renunciar a ellas porque entre nosotros existe todavía o continuará existiendo la indigencia? ¿Quiere esto decir que anteriormente a nosotros, antes de que estas obras fueran realizadas, no había pobreza?
¡Al contrario! Si la humanidad no hubiese ennoblecido su existencia con grandes creaciones culturales, no habría encontrado con toda seguridad el camino que de la angustia material de la existencia primitiva lleva a valores humanos más elevados. Estos, por su parte, conducen a un orden social que, desde el momento en que en su interior son visibles y reconocibles los grandes y eternos valores de un pueblo, encierra una clara invitación al cuidado solícito de la vida colectiva y a la consiguiente atención a la vida individual.
Cuanto más pequeña es la atención que un pueblo dedica a la cultura, tanto más bajo es también su tenor de vida en todos los demás aspectos y, consecuentemente, tanto mayor la indigencia de sus ciudadanos.
Todo el progreso humano se ha desarrollado y se desarrolla todavía a partir de una incesante economía de fuerza-trabajo aplicada a producciones hasta ahora consideradas de importancia vital y de su transferencia a nuevos sectores, y por ello mismo sólo accesibles material y espiritualmente a un reducido número de personas.
También el arte, entendido como embellecimiento de la vida, sigue este camino. Sin embargo, no por ello es la expresión de una tendencia "capitalista". ¡Muy al contrario! Todas las grandes realizaciones culturales de la humanidad en cuanto producciones creativas provienen del sentimiento colectivo y son, por tanto, en su nacimiento y en su plasmación la expresión del alma y del ideal colectivo.
No es un hecho casual que todas las manifestaciones colectivas vinculadas a las grandes concepciones universales de la humanidad hayan quedado inmortalizadas en grandes creaciones culturales. Efectivamente, los períodos de interiorización religiosa que más se sustrajeron al materialismo pudieron exhibir las más grandes creaciones culturales.
Por el contrario, el mundo hebraico invadido hasta la médula de capitalismo y de cuanto éste conlleva, nunca tuvo un arte propio ni nunca lo tendrá.
A pesar de que este pueblo dispuso a menudo y durante largos períodos de tiempo, de patrimonios individuales incalculables, nunca logró elevarse a la expresión de un estilo arquitectónico propio y ni siquiera de una música propia. El mismo templo de Jerusalén debe su forma actual a arquitectos extranjeros, del mismo modo que, todavía hoy, la construcción de la mayor parte de las sinagogas es encomendada a artistas alemanes, franceses o italianos.
Estoy, pues, convencido de que unos pocos años de jefatura nacional-socialista del pueblo y del Estado brindarán al pueblo alemán muchas más realizaciones culturales importantes que decenios del régimen hebreo. Y debe llevarnos al jubiloso orgullo el hecho de que el más grande arquitecto que Alemania nos ha dado después de Schinkel haya podido ejecutar en el nuevo Reich y para el movimiento, dirigiendo personalmente los trabajos sus primeras y desgraciadamente únicas obras monumentales en piedra, monumentos de un nobilismo y auténticamente arte germánico de la construcción.
Para refutar definitivamente la segunda objeción se podría hacer referencia al hecho de que las grandes creaciones culturales de la humanidad si bien absorben una parte del salario de otros trabajos humanos, por otra parte proporcionan otros tantos salarios por el trabajo inherente a su construcción. Y también cabría recordar que en definitiva, estas creaciones culturales, desde un punto de vista estrictamente material, siempre han resultado convenientes para los pueblos, tanto más cuanto que a través de la vía indirecta de una elevación general de los hombres, han contribuido a reforzar y a enaltecer el nivel de vida colectiva.
Gracias a ellas el nivel general de autoconciencia se ha elevado y, consecuentemente, también la capacidad productiva del individuo. Ciertamente, todo ello supone una condición previa:
El arte, para alcanzar este objetivo, debe ser efectivamente transmisor de lo sublime y de lo bello y, por tanto, vehículo de lo natural y de lo sano.
Si el arte es todo esto, entonces ningún sacrificio por él realizado es demasiado gravoso. Pero si no lo es, toda moneda empleada en él se desperdicia. Pues en este caso el arte no es un factor de salud y por tanto de construcción de la existencia, sino un signo de degeneración y por tanto de ruina. Lo que se conoce como "culto de los primitivos" no es la expresión de un alma ingenua e incorrupta, sino expresión de una decadencia corrompida y enfermiza hasta sus más profundas raíces.
Aquellos que pretenden justificar los cuadros y las esculturas de nuestros dadaístas o cubistas - por citar los casos más vistosos -, refiriéndolos a una forma de expresión primitiva no tienen mínimamente en cuenta que la misión del arte no es recordar al hombre las manifestaciones de su degeneración, sino, por el contrario, combatir esas manifestaciones de degeneración mostrando lo que es eternamente sano y bello. Si esta suerte de corrupción artística pretende expresar descaradamente lo que hay de "primitivo" en el sentimiento de un pueblo, hay que recordar que nuestro pueblo se ha desarrollado desde hace milenios muy por encima de la primitiva condición de semejantes bárbaros del arte. Lo cual no sólo rechaza este escandaloso exceso, sino que además acusa de estafadores o dementes a sus autores.
De cualquier modo, en el Tercer Reich no tenemos la más mínima intención de permitir que ninguna de estas dos categorías caiga sobre el pueblo. La justificación a posteriori de que, para ser tenidos en cuenta habría sido necesario participar durante un cierto tiempo en esta moda, no constituye a nuestro entender justificación alguna del voluble comportamiento de tales personajes. Además, estas explicaciones fueron dadas en un momento sumamente inoportuno y por personas absolutamente inadecuadas. Porque si hoy cualquier compositor, al recordar sus monstruosas aberraciones, se justifica ingenuamente afirmando que sin aquellos maullidos no hubiera sido entonces tomado en consideración, a tan lamentable explicación debemos dar una respuesta clara: todos nosotros nos hemos encontrado en el terreno político frente a los mismos fenómenos. Se trataba de la misma música y de la misma locura.
Según esto, también nosotros - para captar más fácilmente la atención pública habríamos debido rendir culto al oportunismo, es decir, tendríamos que habernos hecho más bolcheviques que los propios bolcheviques. Nosotros fuimos entonces los únicos que mantuvimos una actitud de lucha sin cuartel contra la marea de corrupción política general y al cabo de 13 años hemos conseguido lo que pretendíamos.
Nuestra simpatía y nuestro respeto sólo pueden ser para aquellos que en otros campos tuvieron el coraje de no plegarse a la canalla o de no contaminarse de la locura bolchevique, para aquellos corazones intrépidos que fieles a unas ideas lucharon por ellas denodadamente y con honor.
Queda todavía por impugnar la objeción según la cual el arte tendría la misión de servir a la realidad y, por tanto, debería incluir en el ámbito de las realidades tratadas y reproducidas no sólo lo que es humanamente agradable, sino también lo desagradable, no sólo lo bello, sino también lo feo. Es sin duda cierto que el arte siempre ha mostrado la tensión entre el bien y el mal, es decir, entre lo útil y lo nocivo, y la ha utilizado para sus propias creaciones. Pero nunca para afirmar el triunfo de lo nocivo, sino para mostrar la necesidad de lo útil. No es tarea del arte recrearse en la suciedad por amor a la suciedad, pintar al hombre únicamente en estado de putrefacción, representar a cretinos como símbolos de la maternidad y mostrar a pobres idiotas como representantes de la fuerza viril.
No obstante, si algún "artista" de este género se siente impulsado a describir la existencia humana en todos sus aspectos desde el punto de vista de lo decadente y de lo patológico, debe hacerlo en una época en la que la sensibilidad general acepte este punto de vista. Hoy esta época ha quedado superada y se ha superado asimismo la época de esta especie de "creadores de pseudoarte".
Y si somos cada vez más duros y rigurosos en nuestra repulsa, estemos convencidos de no haber errado.
Puesto que quien ha sido destinado por la providencia a conferir una expresión exterior llena de vitalidad a la más íntima, y por ello sana, esencia de un pueblo, no encontrar nunca el camino que lleva a tales aberraciones.
Que no se hable pues, a este respecto, de una "amenaza a la libertad del arte". Pues así como no nos abstenemos de privar a un asesino del derecho a dar muerte físicamente a sus semejantes por el solo hecho de que de lo contrario se atentaría a su libertad, del mismo modo no se puede conceder a nadie el derecho a matar el alma del pueblo para evitar imponer un freno a su sucia fantasía y a su deshonestidad.
Estamos convencidos de que las creaciones culturales contemporáneas, especialmente en el campo arquitectónico, deben adquirir un carácter de eternidad ya sea por la belleza de las proporciones y relaciones ya por la funcionalidad de los materiales empleados.
No existe tal vez palabra más vacía de sentido en este campo que la palabra "objetivo" (sachlich: objetivo concreto [N. del T.]). Todos los arquitectos verdaderamente importantes han construido de modo objetivo, esto es, han realizado en sus edificios las condiciones y las expectativas objetivamente planteadas en su época.
Estas tareas objetivas, aunque a menudo sólo demasiado humanas, no fueron con todo vistas y por ello también tratadas con la misma importancia en todas las épocas. Es un error capital considerar que, por ejemplo, un Schinkel no estaba en condiciones de construir un gabinete moderno funcional y objetivo; en primer lugar, las condiciones higiénicas de entonces eran distintas de las actuales, además, a estas cosas no se les confería todavía la importancia que hoy han asumido. Pero es un error todavía mayor afirmar que hoy un edificio satisfactorio desde el punto de vista artístico no puede a la vez satisfacer adecuadamente todas las exigencias que plantea nuestra época.
No constituye una concesión particular por parte del artista, sino un presupuesto obvio y que no puede faltar el hecho de que desde el principio se satisfagan las necesidades generales primarias de las funciones vitales a las que está subordinado el edificio. El elemento cualificante es siempre su capacidad de conferir una forma adecuada, que exprese claramente la función global de la tarea planteada.
Si continúo situando en primer plano, en estas consideraciones sobre la cultura, los problemas de la arquitectura es porque tenemos gran interés en ellos como problemas particularmente urgentes. Si el destino nos negara hoy un gran compositor o un gran pintor o escultor, siempre podríamos si no remediar fácilmente, sí al menos suplir esta ausencia dedicando nuestra atención a lo existente. La Nación posee creaciones inmortales de calidad tan excelsa en estos sectores que, durante un cierto período, dedicarles nuestros mejores cuida dos no bastaría. Por el contrario, es para nosotros de importancia vital realizar en el campo de la arquitectura esas grandes obras que es imposible diferir. Así lo exigen los fines a ellas vinculados y la exigencia de salvaguardar la capacidad artesanal que de otro modo desaparecería poco a poco.
Es, no obstante, muy difícil adoptar una actitud clara respecto a los objetivos que se presentan en el ámbito arquitectónico, que ha sido durante decenios lugar de experimentación de astutos estafadores y locos patológicos, sin caer en el error de una estúpida y vacía imitación del pasado o en una desenfrenada confusión. Me parece, por tanto, que lo más importante es distinguir la construcción pública monumental de la construcción privada. El edificio de la colectividad debe ser una digna representación del comitente, es decir, de la colectividad precisamente, y una convincente realización de los fines perseguidos. Pero una solución digna de una tarea tal poco tiene que ver con mezquinos cálculos económicos guiados por el interés, y desde luego nada con una, por otra parte, falsa "modestia" a la que tan a menudo se recurre hoy para justificar la incapacidad de encontrar soluciones artísticamente eficaces y válidas, es decir, se toma como pretexto una modestia, habitualmente inexistente, del "modo de pensar" del arquitecto.
Esta "modestia", que la mayor parte de las veces es limitación, y precisamente limitación artística del arquitecto, no puede, en absoluto, compararse, como tantas veces sucede, a la objetividad.
Objetividad no significa sino construir un edificio para la finalidad a la que está destinado.
Modestia sería alcanzar con los mínimos medios la máxima eficacia. Pero las más de las veces esos medios mínimos son sustituidos por una capacidad mínima, que más tarde se ve compensada con una proliferación de declaraciones más o menos clarificadoras. Los edificios deben hablar por sí mismos. No se trata de que un edificio sirva de pretexto para un ensayo literario, ni mucho menos, de que gracias a una prolija verborrea una mala construcción pueda transformarse en un buen edificio.
El auténtico arquitecto, al captar íntima y profundamente la finalidad de la tarea que se le encarga, encontrará intuitivamente la solución que la manifieste exteriormente del modo más convincente, la llevará a término sin aducir "interpretaciones al uso" de carácter filosófico, por ejemplo, hará que un teatro tenga un inequívoco aspecto exterior de teatro basado en su finalidad y en los acondicionamientos de carácter histórico cultural.
Por ello tendrá en cuenta una serie de impresiones de carácter histórico cultural como elementos heredados y, al mismo tiempo, realizará la tarea desde presupuestos actuales, no dará, por tanto, la impresión de un templo griego ni de un castillo romántico, y ni siquiera de un granero. No renunciará a emplear materiales modernos y a trabajarlos artísticamente, así como tampoco temerá recuperar elementos formales, que, descubiertos en el pasado por un talento de su misma categoría, reclaman un posterior desarrollo o ennoblecimiento, o deben ser considerados sílabas inmortales del lenguaje arquitectónico.
También la capacidad de expresar ideas nuevas con viejas palabras es un signo distintivo del artista verdaderamente dotado. Sin embargo, hay toda una serie de realizaciones modernas a las que el pasado no puede ofrecer ni ejemplos ni modelos. Y precisamente en estos casos encuentra el genio verdaderamente capacitado la ocasión de brindar nuevas formulaciones al lenguaje formal del arte. Uniendo la finalidad y la realización a los nuevos materiales, buscar esa síntesis que, como clarísima solución trascendente de la inteligencia matemática, representa efectivamente una intuición, y por ello puede justamente ser definida como arte.
Pero la regla para el juicio de lo bello residir siempre en la funcionalidad evidente respecto a la finalidad que debe ser perceptible: encontrarla es misión del artista. Percibirla, comprenderla y apreciarla es misión de aquéllos que, en calidad de comitentes, tienen la responsabilidad de la institución y de la asignación del encargo público. De cualquier modo, en todas las grandes realizaciones, los hombres que las idean y que las ejecutan deben tener muy presente que el encargo es algo perfectamente definido en el tiempo, pero que su realización, gracias a una soberbia ejecución, debe transponer los límites temporales.
Es necesario para este fin que las tareas verdaderamente importantes de una época estén concebidas verdaderamente a lo grande, es decir, que los encargos de obras de carácter público, si su realización debe tener en sí un valor de eternidad, guarden una cierta relación con los órdenes de grandeza de las demás actividades vitales.
Es imposible dotar a un pueblo de un carácter interiormente fuerte si los grandes edificios de la colectividad no superan de forma significativa a aquéllas obras que, en mayor o menor medida, deben su nacimiento y su conservación los intereses capitalistas de los particulares.
Es imposible construir el edificio monumental del Estado o del Movimiento con una majestuosidad similar a la de hace dos o tres siglos, mientras que, por el contrario, las creaciones burguesas en el campo de la construcción privada o abiertamente capitalista se expresan con una fastuosidad que supera con mucho a la del pasado. Lo que confería a las ciudades de la antigüedad y del Medioevo sus rasgos característicos y más dignos de admiración no era la ostentación de los edificios particulares de los burgueses, sino sobre todo los documentos de la vida colectiva que sobresalían muy por encima de los primeros. No era difícil encontrarlos, mientras los edificios de la burguesía privada quedaban relegados a un segundo plano. Mientras que los puntos focales de nuestras grandes ciudades sigan siendo los grandes almacenes, los centros comerciales, los hoteles, las grandes oficinas en forma de rascacielos, etc., jamás se podrá hablar de arte, y ni siquiera de cultura. Estos edificios deberían ser modestamente mantenidos dentro de los límites de la simplicidad. Desgraciadamente, en la sociedad burguesa la estructuración arquitectónica de la vida pública está en función de los objetos de la vida comercial privada capitalista. Justamente, el gran objetivo histórico-cultural que se plantea el Nacional socialismo consiste en repudiar esta tendencia.
Sin embargo, consideraciones no sólo de vida artística, sino también política, deben inducirnos a dotar al nuevo Reich de una digna personificación cultural, tomando como ejemplo los grandes modelos del pasado.
Nada tan idóneo para hacer callar al crítico mezquino y petulante como el eterno lenguaje del gran arte.
Ante sus manifestaciones se inclinan con reverencial silencio los milenios. Dios nos conceda el don de concebir nuestras realizaciones de tal modo que sean parejas a la grandeza de la Nación. Es esta, ciertamente, una audaz y ardua empresa.
Lo que nuestro pueblo ha llevado a cabo con heroica majestuosidad durante 2.000 años de historia constituye una de las más poderosas aventuras de la humanidad. Hubo siglos durante los cuales, en Alemania - como en el resto de Europa - las obras de arte correspondían a la grandeza espiritual de los hombres. La solitaria majestuosidad de nuestras catedrales proporciona una medida sin parangón del espíritu cultural, auténticamente monumental de aquellos tiempos. Ellas nos exigen más allá de la admiración por la obra en sí, un profundo respeto hacia aquellas gentes que fueron capaces de concebir proyectos y realizaciones tan magníficas.
Desde entonces el destino ha llevado de un lado a otro a nuestro pueblo. Nosotros mismos fuimos testigos de su heroico desafío al mundo entero, de su más profunda desesperación y de su conmovedor desfallecimiento. Por y con nosotros la Nación se ha alzado. Si hoy llamamos arte alemán a esas nuevas y grandes realizaciones queremos que se conciban n sólo en adecuación a los deseos y expectativas del momento actual, sino también como herencia de un pasado milenario.
Al rendir homenaje a este eterno genio nacional hacemos revivir hoy el gran espíritu de la fuerza creativa del pasado. A través de estas realizaciones superiores los hombres se desarrollarán y no tenemos ningún derecho a dudar que, si el Todopoderoso nos concede el coraje de exigir lo inmortal, dará al pueblo la fuerza necesaria para realizarlo. ¡Nuestras catedrales son testimonios de la grandeza del pasado!
La grandeza de nuestra época se medirá sólo en base a los valores eternos que deje tras de sí.
Sólo en este caso, Alemania conocerá un nuevo florecimiento de su arte y nuestro pueblo tendrá conciencia de un destino superior.
"La opinión según la cual a una riqueza económica de un pueblo corresponde una también riqueza cultural, procede de unos conocimientos muy superficiales, por no decir de unos conocimientos ciegos de la historia del progreso humano. Lo que hace que se mantenga viva la memoria de la historia de personas y estados es siempre la producción cultural y no la económica. Habrá existido pueblo de una vida mucho más opulenta económicamente que por ejemplo los griegos, pero solamente éstos son inmortales y lo serán siempre, debido a su pasado cultural, mientras que los otros han sido olvidados para siempre, y con razón. Porque... ¿de qué le sirve a la humanidad saber de pueblos que únicamente vivieron para llenar sus barrigas o para satisfacer sus vicios o vivir en medio de lujos personales? Y lo mismo ocurre en la vida individual. Todo aquello que el hombre gasta en riquezas para sus necesidades más primitivas, se olvida, y solamente queda aquello que construye, que dejará huellas como documento vivo lleno de vida. El manuscrito de un filósofo hambriento, vivirá más en la historia de la humanidad que el negocio lucrativo de uno de los más grandes industriales. Y que nadie me diga que sin aquel gran industrial y sus negocios, el pobre filósofo no hubiera podido escribir su libro. Han existido músicos que para el mundo nunca morirán, pero que por desgracia ellos mismos personalmente murieron de hambre, y han existido personas a las que les fue concedido cada deseo y a pesar de ello, y gracias a Dios, han desaparecido ante los ojos de la humanidad...
"Es un gran error pensar que cualquier comunidad humana hubiera sido más fácil si hubiera pasado sin determinadas producciones culturales. Riqueza y pobreza son, como todo en este mundo, sólo cuestiones relativas. Al que sólo piensa en cuestiones materiales siempre se le habrá de reconocer como al más pobre (Aplausos).
"El sentido de la revolución nacionalsocialista no es, ni mucho menos, la destrucción del arte habido en nuestra anterior historia, como tampoco puede ser primordial obligación del arte de hoy subrayar la importancia del arte de antes, sino dar su colaboración y aportar su grano de arena a nuestra época cultural, la cual es herencia de nuestra sangre a través de muchas épocas."
Día del Arte Alemán
A continuación podrémos ver un vídeo que hemos elaborado con varias imagenes del Día del Arte Alemán celebrado en 1937 en Munich, donde se pueden ver desfiles con carrozas artísticas y una gran exposición de pintura y escultura en la Casa del Arte Alemán, obra arquitectónica del genial artista Paul Ludwig Troost. Las imágenes, como siempre intentamos, son en color, y la música elegida es la overtura del primer acto de Los maestros cantores de Nüremberg, de Richard Wagner.
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Índice de imagenes:
1.- Adolf Hitler estudiando una maqueta de la bella ciudad austríaca de Linz, a la que pensaba aplicar proyéctos arquitectónicos que llevaba elaborando desde su juventud. Aquí le vemos ya en el año 1944, casi al final de la guerra, sumido en las ideas artísticas que siempre le impulsaron durante su vida.
2.- Imagen de un discurso en el Zeppelinfeld de Nüremberg en el año 1937, obra del arquitecto Albert Speer. Aunque los discursos reproducidos son de 1935 y 1936, esta imagen de 1937 nos muestra el lugar y el ambiente que se respiraba en cada uno de ellos cada año.
3.- El pabellón alemán de la exposición de arte internacional en Paris en el año 1937. La obra es de Albert Speer y tiene dos grandes grupos escultóricos a los lados de la entrada, obra del escultor Josef Thorak.
4.- Casa del Arte Alemán en Munich, obra del magnífico arquitecto Paul Ludwig Troost.
5.- Imagen de la revista Signal donde se ve al escultor Josef Thorak en su taller trabajando en su obra Desnudo femenino.